El cerdo es un animal paquidermo-mamífero de piel gruesa y dura, con tres o cuatro dedos en cada pata.

Recibe varios nombres según pueblos o regiones, como cerdo, puerco, cochino, gorrino, marrano, guarro, etc., pero ninguno de ellos suena a «limpio». En nuestro pueblo la denominación más común es la de puerco.

Antes de hablar del sacrificio del mismo bueno será dar unas ideas generales sobre su adquisición, recrío y engorde.

En Aguilar cada familia sacrificaba de uno a cuatro cerdos en función de los miembros de la misma, jornaleros, pastores, agosteros, etc., si los había en el transcurso del año.

Los cerdos destinados a la matanza provenían de la misma casa, si se dedicaban al recrío; de lo contrario, se compraban en el pueblo o pueblos circundantes y en ambos casos se denominaban cerdos de la «tierra».

Algunos vecinos tenían a gala ojear las crías del pueblo, las de alrededores y masías para comprar buenos lechones que dieran en romana -a la matanza- 10 ó 14 arrobas, grosor de tocino de 7 u 8 cm.

En aquellos años y por toda la serranía, no faltaban tratantes con piaras de cerdos recién cumplidos, denominados «morellanos».

La compra o selección tenía lugar por los meses de Septiembre y Octubre, por tanto, a la hora del sacrificio contaban con más de doce meses. Hasta el mes de Mayo se les alimentaba bien para que iniciasen y completasen el crecimiento. Luego se les reducía la ración, evitando así el engorde en los meses de verano. De ahí que, a veces, se viesen cerdos largos y altos, pero más delgados que unas tijeras de canto. A primeros de Septiembre cesaba el ayuno reglamentario y había que darles fuerte de comer. El menú eran dos comidas a base de patatas, remolachas y verduras cocidas con abundante harina de cebada y centeno, sin faltar el pienso del mediodía.

Los hombres traían cargas y más cargas de aliagas para cocer, y talega tras talega al molino; la dueña de la casa se encargaba de aminorarlo lo uno y lo otro, ya que el puerco debía estar gordo para los mese de Diciembre o Enero. A no ser de mala raza, con esa «dieta», se ponían los puercos a reventar. Abrías la corte y allí estaban tendidos resoplando y haciendo la digestión.

Fotografía matacerdo antigua

Y se acercaba el día del sacrificio. Ya los días antes las mujeres amasaban el «pan gordo», y cuando estaba en condiciones se rallaba en la artesa. Hombres, mujeres y jóvenes participaban en este quehacer pesado y monótono. Las cortezas servían para hacer las «migas» el día de la matanza.

Las vísperas del acontecimiento las mujeres cocían la cebolla y colocándola en un saco y sobre él un peso iba perdiendo el agua muy lentamente.

Se llenaban las tinajas de agua, cántaros y tarros, para no tener que ir a la fuente en dicho día; la leña abundante y las grandes aliagas para socarrar el puerco corrían a cargo de los hombres.

También aparecían, ordenadamente, las canastas cubiertas con los cernaderos, ollas, pucheros, cuchillos, capoladeras, embudos, especies, barreños, etc. Por la noche quedaban las migas adobadas con agua, sal, ajos, especies, etc.; al siguiente día pasaban de la fuente-plato a la sartén, ya que eran el primer plato de la comida en dicho día.

Allá en una mesa, la bandeja con pastas, higos… y una botella de anís -aperitivo antes del sacrificio del cerdo, en el transcurso del mismo y al terminar- y llegaban el día y la hora acordadas con anterioridad; el agua, en la caldera sobre las trébedes, humeando y a punto de hervir.

Todo listo y en ese momento aparece el cortante. Se coloca el banco en su sitio; el cortante toma el gancho; aparece una mujer con delantal blanco y con el barreño en la mano; se abre la puerta de la corte; sale el cerdo y emprende una veloz carrera por el corral.

Asado festejando el matacerdo

El cortante -matarife-, con habilidad pasmosa, le clava el gancho bajo el paladar y uniendo su mano a la de un hombre, y ésta a la de otro, arrastran al puerco gruñón y lo depositan sobre el banco formado de un trillo viejo. El animal recibe una herida mortal; es degollado y la sangre fluye a borbotones, mientras la mujer le da vueltas en el barreño.

En los estertores de la agonía lucha por escapar, y en el último resuello, el delantal blanco de la recogedora aparece manchado de sangre.

Ya muerto, se socarra con grandes aliagas; sigue el lavado con agua caliente y, frotando fuertemente con toscas, queda limpio, salvo algún pelo que será cortado con afilado cuchillo.

Cortada la cabeza, se le pone en posición de rodillas sobre el banco; seguidamente se le hace un corte o dos desde la nuca al rabo, según quieran el espinazo sin tocino o con él. Toma el hacha y corta las costillas a ambos lados del espinazo y, quitando éste, queda abierto el cerdo. Va extrayendo las tripas, intestinos, costillas, lomos, hígado, lubiano, mantecas, etc.; luego recorta los blancos, espaldares y perniles -jamones-. Entre tanto las canastas han quedado repletas de piezas, bien diferentes unas de otras.

Le quita la piel a la cabeza, da unos cortes a la misma, así como al espinazo, y el cortante ha terminado su tarea. Limpia el instrumental, toma una pasta y copa, ya otra casa con los bártulos.

Empieza la tarea de las mujeres. Ya en el granero, y sobre el suelo cubierto con cernaderos, extendían todas las piezas para que se enfriasen.

Seguía el lavado de tripas e intestinos; se extraía la «binza», correa preferida para las morcillas de cebolla, y cortándolas a trozos quedaban listas para embutir. Otra vez al granero para «esmagrar»; consiste en limpiar bien los trozos de tocino y magra que no pertenecen a las piezas, o redondeándolas sino lo estuvieran; en deshacer alguna pieza – si se tiene costumbre-, así como piezas de alguna res que se ha matado para ampliar el embutido, y en cortar las gruesas magras del cerdo.

Todo este conjunto de carnes y tocino se capolaba, antiguamente, con cuchillas a mano, sobre capoladeras de madera. Pronto, por familias, fueron adquiriendo máquinas para los matacerdos. Al capolar, caía sobre un barreño la carne destinada a: las longanizas; a otro la de las bueñas, formada por los riñones, lengua, libianos escaldados y por la carne cocida de la cabeza, previamente deshuesada; no faltará, en alguna casa, otra barreñada de chorizo o longaniza blanca, más la ordinaria, agregando a todas estas pastas, al tiempo de amasarlas, las respectivas grasas y especias como canela, clavillo, pimienta, nuez moscada, ajos, perejil, anís, colorantes, picantes y la sal necesaria.

Así preparado se procedía a embutir, y en aquellos años se hacía mediante los embudos. Era de admirar la ligereza en las manos de las mujeres para embutir las carnes en las correas a través de aquellos diminutos aparativos. Con todo, costaba su tiempo, pero había que hacerlo y bien, ya que constituía la despensa de todo el año. ¿No era esto artesanía? Posteriormente llegaron las máquinas embutidoras por todos conocidas.

El embutido se tendía en el granero u otra habitación sobre el suelo cubierto con alguna ropa, y así mismo por encima, ante el temor de que pudiera helarse durante la noche.

Al día siguiente se colgaba en trancas preparadas al efecto. Aún quedaba mucha faena por delante. Entre tanto ya habían cocido el arroz, y sacándolo rápidamente al barreño para que se enfriase, se amasaba echándole la sangre, grasa y las especias necesarias.

El pan rallado y convenientemente cribado, se amasaba, también, con sangre, miel derretida, grasa y especias. Igualmente se preparaban las morcillas de cebolla. Estas variedades riquísimas, una vez embutidas, se cocían a fuego lento en el caldero. Después se subían al granero y se procedía como con el resto del embutido. La masada de pan no se embutía toda, sino que se hacían «bolos» en forma de cilindro y redondos no muy grandes; se comían crudos en las meriendas y para las comidas se freían.

Terminado todo se hacía la limpieza general de utensilios y tarros. Al siguiente día se colgaba toda clase de embutidos y se procedía; si no se había realizado, a salar todas las piezas del cerdo, quedando amontonadas y tapadas con ropas para que tomasen bien la sal. Toda la faena había costado uno, dos o tres días, según circunstancias de tiempo, animales sacrificados, personal útil de trabajo, etc.

Todavía, la dueña de la casa, al siguiente día, cumplía con la costumbre inmemorial de llevar el «presente» a los familiares y, quizás, a algún vecino. Consistía en un bolo, una morcilla, un trozo de tocino, una longaniza, y el típico puchero de caldo con el que se cocieron las morcillas, llamado «caldo morcas». Desde luego, tomado en ayunas, servía de laxante, ante la cantidad de grasa que contenía. No faltaba quien se hacía sopas con él. Hoy continúa el «presente», pero sin el «morcas».
Festejo matacerdo

Cuando las longanizas, lomos, costillas, huesos, etc., estaban a punto de secado, se hacía la «conserva» o frito, pasando a ocupar las tinajas de la conserva. La despensa se hallaba repleta y, poco a poco, en el resto del año, desaparecería como por encanto. Y vendría el fin del año con otro matacerdo y así sucesivamente…